MATERIALES PARA UNA CRÍTICA DEL ZOO (VI)

GERALD DURRELL Y LA RANA PELUDA. (continuación)

“Los sabuesos de Bafut” es el segundo de la larga lista de libros en que Gerald Durrell relató sus expediciones a la caza y captura de animales con destino a diferentes zoológicos ingleses, incluido, a partir de 1960, el fundado por él mismos en la Isla de Jersey.

Las ganancias obtenidas de las expediciones (ingresos por la venta de los animales capturados y por los relatos que publicaba), tenían como objetivo realizar un sueño infantil: tener su propia colección de animales, SU PROPIO ZOO. Lo haría realidad en 1958 fundando lo que sería un parque zoológico referente mundial del nuevo tipo de zoo que, sin dejar de ser la exhibición pública de una colección de animales mantenida fuera del entorno natural de los especimenes, enarboló la bandera de la conservación de la biodiversidad.

Pero volvamos al joven Durrell. La obra que nos ocupa es en cierta forma la continuación de “El Arca sobrecargada”, dedicada también a su primera expedición al Camerún británico. Corre el año 1947 y Gerry tiene 22 años. El cazador saborea el éxito de la cacería nocturna contemplando satisfecho a una de “sus” ranas peludas atrapada en un tarro de mermelada y viva…todavía.

En los libros de Durrell abundan escenas similares. Como ésta con un poto dorado del Camerún (Arctocebus calabarensis): Daniel y el cazador se estrecharon la mano mientras yo desataba la aber­tura de la cesta y miraba dentro…allí, mirándome con sus grandes ojos dorados y parpa­deantes desde el fondo de la cesta, ¡había un poto dorado! Hay ciertos momentos de la vida que deberían disfru­tarse al máximo, porque, por desgracia, son escasos. Des­de luego, yo saqué todo el partido que pude de éste, pues tanto Daniel como el cazador se creyeron que me había vuelto loco. … Tras todos esos meses de búsquedas y fracasos tenía un genuino poto dorado vivito y coleando en las manos y la emoción de la idea se me subió a la cabeza como el vino…Tras haber contemplado al animal silenciosa y reve­rentemente durante media hora... cubrí la jaula con un paño para que el sol no lo molestara y me alejé de puntillas”.

Y no es para menos:

Arctocebus calabarensis “es extraordinariamente raro, pues sólo se en­cuentra en las selvas del Camerún inglés y francés y ni siquiera aquí parece que sea muy corriente. Además, “ hacía mucho tiempo que el Zoológico de Londres quería alguno y nos habían pedido especialmente que tratáramos de conseguirles un espécimen” (“El Arca Sobrecargada”. Alianza Editorial. Página 171)

Esta escena del cazador fascinado (cautivado) por el animal cautivo remite, y no solo en la biografía de Gerald Durrell, a una especie de compulsión por capturar animales para poder verlos, conocerlos y tenerlos. Esta “zoomanía”, como él mismo la calificó en varias ocasiones - convertida en dedicación profesional a la captura y (re)colección de animales salvajes- se le manifestó por primera vez a los 2 años de edad. Y jamás le abandonó.

Pero el éxito del cazador (¿zoómano?, ¿zoólogo?) no sería completo si no lograra dar satisfacción a la curiosidad de los visitantes del Zoo de Londres, destino final de animal tan curioso. Ahora “sus” ranas peludas deben viajar desde la colonia a la metrópolis…

EL VIAJE A NINGUNA PARTE DE LAS RANAS PELUDAS (Trichobatrachus robustus)

“Mis ranas peludas se instalaron muy bien en su gran caja de hojalata y, tras numerosas cacerías nocturnas, aumenté su número hasta siete, todas machos con los más enmarañados lomos.

Durante muchas semanas removí cielo y tierra para encontrarles algunas hembras, pero todo fue en vano. Entonces, un día apareció en la galería una simpática anciana de unos noventa y cinco años, cargada con dos calabazas: una contenía una pareja de musarañas y la otra una gran rana peluda hembra. Fue la única hembra de la especie que conseguí obtener, por lo que le prodigamos el correspondiente cuidado y atención especial…

Durante todo el tiempo que las tuve conmigo en África y el largo viaje por mar hasta Inglaterra, las ranas se negaron tercamente a comer todos los tentadores bocados que les puse delante. Sin embargo, como estaban gordas en exceso, este largo ayuno no me preocupó demasiado, ya que la mayoría de reptiles pueden pasar períodos muy prolongados sin alimento alguno y sin que ello signifique un perjuicio para su salud.

Cuando lleel momento de abandonar Bafut y viajar al campamento base y de allí a la costa, coloqué a las ranas en una caja de madera poco profunda, cubierta de hojas frescas de banana. 'La caja tenía que ser poco honda porque de lo contrario las ranas, al asustarse, saltarían y se golpearían su delicada nariz contra la tapa de madera, lo cual no podían hacer en una jaula baja. Me causaron muchas molestias en el viaje desde Bafut y muchos momentos de ansiedad; en las tierras altas el clima es fresco y agradable, pero a medida que se desciende a los bosques de las tierras bajas, uno se siente inmerso en un baño turco y este cambio no gustó nada a las ranas. Cuando abla caja durante una de nuestras paradas, me horroricé al encontrar a todas mis ranas peludas en el fondo, exánimes y al parecer sin vida. Bajé corriendo a un barranco próximo y sumergí la caja en un río. El agua fresca revivió poco a poco a cuatro, pero tres habían alcanzado un punto irreversible y no tardaron en morir, así que me quedé con tres machos y la hembra…. Sin embargo, descubrí otro problema: no habían podido saltar ni estropearse la nariz, pero habían intentado escarbar en las esquinas de la caja, pelándose toda la piel de la nariz y el labio superior… Tuve que crear a toda prisa una nueva caja para ellas, también poco honda, pero completamente forrada por dentro, parte superior, fondo y lados, con una tela suave rellena de algodón. La jaula parecía una pequeña celda acolchada y en ella las ranas prosiguieron muy bien el viaje, porque tanto si saltaban como si escarbaban, no podían hacerse daño contra la blanda superficie. Manteniéndolas más secas que de costumbre, logré curar sus narices peladas, pero siempre conservaron unas pálidas cicatrices blancas sobre la piel

A pesar de ello, uno de los machos sucumbió, de modo que sólo llegaron al barco tres ranas peludas. La fresca brisa marina las revivió y parecían estar sanas, aunque muy delgadas a causa de su huelga de hambre, que continuó hasta que llegamos a Inglaterra y algún tiempo después de su instalación en el pabellón de reptiles del zoogico londinense. Tal como yo había hecho, el cuidador trató de tentarlas con toda clase de exquisitos bocados, pero ellas continuaron negándose a comer. De pronto un día, más o menos como un último recurso, les puso en la jaula varios ratoncitos blancos recién nacidos y, ante su sorpresa, las ranas cayeron sobre ellos y los devoraron como si los ratones fueran su comida favorita. A partir de entonces vivieron 'con esta dieta de mamífero, rechazando todos los alimentos propios de las ranas, como langostas y gusanos de harina. Parece sumamente improbable que en estado salvaje vivan exclusivamente de ratones recién nacidos, así que debe de ser que los ratones les recordaban el alimento que estaban acostumbradas a ingerir, aunque sigue siendo un misterio en qué consistía…”

Los ratones voladores (Idiurus) capturados en la misma expedición no tuvieron tanta suerte: ninguno sobrevivió. Sin duda G. Durrell aprendió mucho de tanta muerte. Aprendió, por ejemplo, lo que había que darle de comer a las ranas para mantenerlas vivas y así el público londinense pudiera admirarlas… El interés de los humanos por la vida animal (¿zoomanía?, ¿zoología?) es lo que tiene. Son gajes del oficio, sacrificios (de animales) necesarios por el bien de…¿de qué?, ¿de quién?.

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